Por Rodolfo Papa
Las teorías estéticas contemporáneas proponen definiciones del arte extremadamente fluidas, incluso líquidas, aparentemente elásticas y navegables, sin embargo a menudo se revelan después extremadamente rígidas, con límites infranqueables. Uno de estos límites, subrepticiamente elevado, hace referencia a la perentoria separación de arte y belleza, otro relega fuera del arte toda referencia a la trascendencia. Este enfoque plantea muchos problemas teóricos para encontrar una definición del concepto de arte.
Queremos afrontar la cuestión de la relación entre arte y belleza, entre arte y transcendencia, desde un punto de vista particular, o reflexionando sobre el Magisterio de la Iglesia. En él encontramos no sólo indicaciones que tienen valor para los creyentes, sino también la fundamentación seria y rigurosa de un discurso que se propone como verdadero para todo hombre.
En la exhortación apostólica Sacramentum Caritatis, Benedicto XVI reflexionando sobre el espíritu de la liturgia, da lugar a una reflexión sobre el arte al servicio de la celebración, basada en el vínculo profundo entre “belleza y liturgia”; en concreto leemos: “El mismo principio vale para todo el arte sacro, especialmente la pintura y la escultura, en los que la iconografía religiosa se ha de orientar a la mistagogía sacramental. Un conocimiento profundo de las formas que el arte sacro ha producido a lo largo de los siglos puede ser de gran ayuda para los que tienen la responsabilidad de encomendar a arquitectos y artistas obras relacionadas con la acción litúrgica. Por tanto, es indispensable que en la formación de los seminaristas y de los sacerdotes se incluya la historia del arte como materia importante, con especial referencia a los edificios de culto, según las normas litúrgicas. Es necesario que en todo lo que concierne a la Eucaristía haya gusto por la belleza. Se deben también respetar y cuidar los ornamentos, la decoración, los vasos sagrados, para que, dispuestos de modo orgánico y ordenado entre sí, fomenten el asombro ante el misterio de Dios, manifiesten la unidad de la fe y refuercen la devoción”. (n. 41, cursivas añadidas).
El arte sacro, al servicio de la liturgia, está orientado a la “mistagogía sacramental” y debe estar impregnado de “gusto por la belleza”. Aplacemos por ahora, posponiendo el análisis a otro artículo, la afirmación de que es “indispensable” que los seminaristas y sacerdotes conozcan la historia del arte, para formar el gusto por la belleza.
Detengámonos, en cambio, en la relación íntima e inseparable entre arte sacro y belleza, basada en el mismo corazón de la liturgia; en el mismo documento leemos también: “La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquella belleza de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación.Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza” (n. 35, cursivas añadidas).
La belleza, en cuanto atributo de Dios, es elemento constitutivo de la liturgia y por tanto del arte sacro. Se trata de una implicación preciosa, que ancla la belleza del arte sacro en Dios.
Incluso en una reflexión externa al ámbito litúrgico y sacramental, una consideración seria de lo que es el arte muestra cómo la belleza es, en todo caso, un atributo constitutivo del mismo, porque todo artista trabaja a imagen de Dios creador, y porque lo bello es una propiedad trascendental del ser, es decir, un atributo que posee todo lo que es, precisamente porque participa del ser de Dios, en cuanto creado.
Este recorrido es trazado por Juan Pablo II en la Carta a los artistas del 1999, dirigida universalmente a todos los artistas, definidos como “geniales constructores de belleza”. De este modo, Juan Pablo II indica al artista su propio campo de acción, destaca el corazón de su identidad misma. No se trata de una consideración puramente descriptiva o de la constatación de un dato de hecho, sino que es casi la enunciación de un principio, la exhortación a una alianza renovada entre arte y belleza.
La definición “geniales constructores de belleza” es compleja y profunda en todos sus términos. El sustantivo “constructores” se refiere a la clásica definición de ars como recta ratio factibilium, es decir, a un ámbito de producción: el artista es un artífice. Así es reclamado un ámbito que a menudo es discutido en muchas teorías del arte, despreciado de la producción artística actual. El adjetivo “genial” dialoga con toda la historia de la reflexión estética, destacando en la posesión del “genio” la peculiaridad del arte respecto a la artesanía y a las demás producciones técnicas. Pero es el complemento de la “belleza” el verdadero corazón de la definición: la belleza es el objeto y la finalidad del arte mismo. Este énfasis, que se sitúa en continuidad con una tradición milenaria, contrasta de manera audaz con las numerosas estéticas contemporáneas de lo feo que teorizan sobre la fealdad como verdadero campo artístico o, todavía peor, proponen una absoluta indiferencia frente a lo bello y lo feo. Juan Pablo II vuelve a situar el arte en el territorio de la belleza, sometida a las normas del hacer, en el reconocimiento de ese don particular que normalmente se llama “genio” y que, en el contexto de la misma Carta a los artistas, se revela como un talento natural y un don del Espíritu Santo.
El carácter imprescindible de la belleza en todas las artes -pintura, escultura, arquitectura, etcétera- implica necesariamente un replanteamiento de la misma noción de belleza, que, como mostraremos en próximos artículos, encuentra la mejor aclaración en la tradición aristotélico-tomista medieval y renacentista.
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