lunes, 16 de agosto de 2010

El Cielo No Está Vacío…. Ss. Benedicto XVI

“El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas
oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo...“ (Sal 22,1-4). El verdadero
pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por
el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última
soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome
para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado
al reino de la muerte, la ha vencido y ha vuelto para acompañarnos
ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso
abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la
muerte y que con su “vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada
temo” (cfr. Sal 22,4), era la nueva “esperanza” que brotaba en la vida
de los creyentes.
No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que en
definitiva gobierna al mundo y al hombre, sino que es un Dios personal
quien gobierna el firmamento, las estrellas, es decir, el universo;
la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución,
sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y si conocemos a esta
Persona, y ella a nosotros, entonces el inexorable poder de los elementos
materiales ya no es la última instancia; ya no somos esclavos
del universo y de sus leyes: ahora somos libres.
El cielo no está vacío. La vida no es el simple producto de las leyes y
de la casualidad de la materia, sino que en todo, y al mismo tiempo
por encima de todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que
en Jesús se ha revelado como Amor.
no es la ciencia la que redime al hombre;
el hombre es redimido por el amor
Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un
momento de “redención” que da un nuevo sentido a su existencia.
Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que
se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida.

Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicional.
Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro,
ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado
en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta,
entonces —sólo entonces— el hombre es “redimido”, suceda lo que suceda en su caso particular.
Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo. Precisamente
cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar
aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida
vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y
de la soledad es mucho mayor aún.
Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la
tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido
con amor infinito.
un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (cfr. Ef 2,12)
Es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza,
sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cfr. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del
hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y
que nos sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (cfr. Jn 13,1; 19,30).
“Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida
en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es
una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación
con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos
en la vida. Entonces “vivimos”.
Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza
es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me
escucha. Cuando ya no puedo hablar
con ninguno, ni invocar a nadie, siempre
puedo hablar con Dios.
Ciertamente no “podemos construir”
el reino de Dios con nuestras
fuerzas; lo que construimos es
siempre reino del hombre con todos
los límites propios de la naturaleza
humana. El reino de Dios es
un don, y precisamente por eso es
grande y hermoso, y constituye la
respuesta a la esperanza.

“EL SEÑOR ES MI PASTOR,
NADA ME FALTA...
AUNQUE CAMINE POR
CAÑADAS OSCURAS,
NADA TEMO, PORQUE TÚ
VAS CONMIGO...“
(Sal 22,1-4).

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